Un refrán para hoy.

Llevaba un tiempo que, cuando las circunstancias sociales y también climáticas, se lo permitían, se sentaba sola en una mesa de mimbre con dos sillas de una terraza no muy extensa. De fondo contemplaba una verja alta custodiando un parque de grandes dimensiones. Pedía al camarero lo de siempre y él, también como siempre, acompañaba la bebida con el mismo aperitivo. Se quitó la mascarilla. Su mirada se paseaba lentamente por todas las mesas ocupadas. El miedo y las mascarillas jugaban a su favor: nadie permanecía muchos minutos con la boca destapada. Ella, especialista en comunicación humana, siempre observaba mirando a los ojos. Ahora, no sabía si por mucho tiempo más, tenía su oportunidad y su gozo: gente enmascarada como en una remota tragedia griega, personas interpretando su papel, actores de su propia vida. Sí, ella escuchaba palabras con oídos sordos, porque lo que realmente atraía su atención eran esos ojos de mirada dulce o airada, de interrogación o admiración…, que ayudaban a cada uno para que su mensaje, privado de gesticulación, fuese interpretado lo mejor posible.

Nuestra especialista en comunicación descubría la verdad y la mentira, la afirmación o la negación en ese lenguaje de los ojos, el lenguaje del alma. A veces, en esta misma terraza, echa al vuelo su imaginación y un búho de mirada redonda pliega sus alas y se acomoda en el respaldo de la silla vacía, compañera de la mesa de nuestra curiosa mujer.

El animal ulula con un sonido agudo. Si pudiésemos acercarnos, sentarnos en la silla vacía, escucharíamos el mensaje del búho: él, con la información que lleva consigo, transmitida de ojos a ojos y no de boca en boca, como es habitual, relata sobre un conservado busto de Ulises. Y cuenta a la miradora mujer que a Ulises se le dedicó un busto esculpido con unos ojos abiertos de par en par en su cara de piedra, ojos observadores, ávidos de conocer.

Lleva este apreciado animal bajo el ala unas pequeñas hojas de papel en blanco cosidas con hilo del mismo color. Algo así como una novelita de hojas vacías. ¡Quién lo diría!, un libro en blanco. Ahí tiene el búho descifradas todas las miradas de las que tiene noticia. Es el silencio significativo de la comunicación, lo que se dice sin hablar, donde no hay lugar para la mentira, para la falsedad…, porque no hay palabras. Por eso, para esta mujer, que ha olvidado por completo la bebida que contiene ese vaso largo de cristal, el mensaje ha llegado nítido a su mente: la vida tendría un nuevo sentido, tal vez el auténtico, si la palabra, el diálogo, se redujesen a la mínima expresión y sólo ante la necesidad imperiosa se hiciesen presentes. En todo lo demás, únicamente el sonido del silencio, boca con mascarilla para dejar un lugar exclusivo a los ojos que, como el alma, no saben engañar, porque, a través de la mirada, lo queramos o no, nos desnudamos ante el otro.

Voló el búho hacia la verja alta del parque grande. Allí se reúne, de un árbol a otro, con los demás compañeros que también esconden bajo el ala hojas cosidas en blanco. Lugar de reunión de autores con pluma y sin tinta narrando la historia de la mirada humana.

Se disipa el paisaje con nieblas de colores y ella, Brisieda, observa la silla vacía y de nuevo llegan a sus oídos palabras de los que interpretan, cerca de su mesa, la realidad cotidiana. Otra vez el lenguaje que anida el engaño interrumpe su mirar hacia los demás. Briseida, la de los ojos de miel, añora esa procesión del silencio donde se intercambian miradas evitando la conversación innecesaria. Briseida, la lectora de Saramago y del silencio del universo, está encantada comprobando día a día la incipiente comunicación: ojos que se reflejan en los del otro, miradas que responden a miradas, bocas escondidas que frenan las malsonancias. Al final, el refranero, que es sabio, sale a nuestro encuentro y nos avisa con eso de que “en boca cerrada no entran moscas”.

                                                                                   Ubaldo Fernández.

                                               02 de agosto 2021.

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