«Un relato para hoy» Docecalles

Tenían vena viajera. Se conocieron, allá muy lejos, en una escapada a Oriente. A los diecinueve días tuvieron un encuentro íntimo con tanto fuego que hasta se fundieron sus apellidos en uno. Ellos eran Ana Corona y Agustín Viral. Viajaron sin descanso. Eran grandes observadores, ningún detalle pasaba desapercibido a su mirar. Sus ojos, pequeñitos y transparentes, reflejaban en su retina lloros, tristezas secas, depresiones amenazadoras, muertes de cenizas solitarias, ansiedades sin oxígeno… ¡Cómo sufrían los amantes ante esas imágenes sin conciencia! Fue tan grande ese impacto salvaje que la propia madre se compadeció obsequiando luces sin sombras, perfumes puros y colores del arco iris que, olvidando tiempos oscuros, envolvieron el camino de los amantes. Y siguieron bajo cielos azules coronando calles vacías, recibieron agua limpia que saciaba la sed de parques alejados de la algarabía infantil, sonrieron con los primeros brotes de la primavera y la canción sin humo de los pájaros.

¿Qué haremos ahora, Ana? Espera, espera que cese el dolor y lleguemos al final. ¿Y luego qué, Ana? ¿Luego? Luego, Agustín, montaremos tenderetes en las plazas. ¿Qué venderemos, Ana? Nuestra tienda ofrecerá agua pura, pan de trigo, kilos de esperanza, sacos llenos de ilusión, sonrisa de niños, palabras enamoradas… ¿Cuál será el precio del producto, Ana? Ella, querido Agustín, hablará en silencio y marcará el valor; no hay precio, ella no entiende de monedas.

Y las personas, con una lágrima entre el dolor y la alegría, abarrotaron las plazas.

Ana y Agustín, culpables inocentes, viajaron hacia alturas sin final.

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