Fragmento del cuento “Muerte en vida”

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Una persona sale de la habitación sigilosamente, parece como si sus zapatillas blancas no tocasen las baldosas oscuras. Otra persona se queda en la habitación, mira la mesita, observa alrededor de la cama. Todo está bien. Se dirige a la ventana para que los visillos impidan que la luz intensa dañe la frente que apenas cubre el pañuelo. Apoya sus manos en la barra hueca que sale de los pies de la cama, mira el rostro sonriente y es en este instante cuando la memoria lleva a esta persona hacia  atrás, años antes, situaciones pasadas… Esta cara dormida hace dibujar en la tela de araña de su imaginación regatos verdes en sus orillas con margaritas que quieren flotar en el espejo del agua; hasta el olor de tomillo y romero llega tan real que está llenando la habitación de perfume.

La música del viento suave se mezcla con la canción de las aves en el aire que descienden a las ramas y bajan al agua. El silencio del entorno ahora es total y la persona apoyada a los pies de la cama teme que la canción de los pájaros y el perfume que trae el viento rompan la calma que vive esta habitación. Quiere apartar del recuerdo los pinos de menta, los gritos de su madre para que baje de la altura de las ramas y no robe la espera a esos tres huevos que, en su metamorfosis milagrosa, se harán realidad piando, pico amarillo abierto, pidiendo sustento para extender sus alas por el azul, de árbol en árbol, de rama en rama. Siempre es la misma canción del recuerdo que llega de la sonrisa y el dulce respirar de la que duerme después de haber teñido su mirada clara con el oro brillante de los rizos de ese joven juguetón, que baja y sube por el rayo de fuego, y cura en sueños sus heridas con el algodón de las nubes y las lágrimas de la luna menguante.

La del pañuelo azul celeste abre los ojos con pereza. Su secreto del amanecer se queda muy dentro, en su corazón, y luego, después del desayuno, recordará, tiene muy buena memoria, los juegos de Faetón y su breve encuentro con el de la túnica blanca. Nadie sabe de su despertar al amanecer, nadie conoce lo que ella observa cuando el fuego nace del agua en ese paisaje que invade su habitación a través del cristal invisible con marcos de aluminio blanco. Así muere un día y nace otro, semanas que tejen meses numerados que, al superar la docena, un año recién nacido marca la piel de seda para sumarse a los compañeros del tiempo que llegaron antes que él. La mujer ya está marcada con veintiséis marzos ventosos que preparan las lluvias de abril. En esta ligera carga de tiempo son los últimos dos años los que están obligando a su piel morena de mar mediterráneo a permanecer, acariciada por sábanas blancas, prisionera de estas cuatro paredes frente al mar. […]

 

 

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