Filosofía irracional sobre la muerte
He estado unos días alejado del raciocinio con el que nos topamos en cada esquina. Pero, así y todo, la filosofía estaba presente de una forma subrepticia y Platón salía al encuentro con sus dos mundos para decirme que volveremos al mismo lugar del que partimos y al nacer nos disfrazamos con un cuerpo para caer en un sueño de vida terrenal y, antes o después, despertar en otro mundo, mundo perfecto. ¡Qué bien fue aceptado este pensamiento por los fundadores del cristianismo! Yo, en este momento, alejado del pensamiento crítico, arma del amor a la sabiduría, me acerco en la lejanía, casi desde el olvido, hasta aquel doctor, R. Moody, que alertó con aquel libro sobre Vida después de la vida. El doctor Moody viene a mi memoria porque le invocan dos libros que tengo entre manos. Estoy bien de J.J. Benítez y La muerte, un amanecer de Elisabeth Kübler-Ross. Y comienza el desfile: casos y casos, historias e historias, de los que se quedaron a las puertas de salida y de los que se marcharon definitivamente y, después de poco o mucho tiempo, deciden hacernos una visita para comunicarnos cómo están, ayudar en lo que pueden, pero dejándonos con la duda sobre ese lugar del que vienen: su ubicación, forma de vida, organización social.
La lectura se desliza entre la curiosidad y el asombro, entre la duda y el sinsentido. Según pasamos páginas la ciencia se aleja, lo irracional aparece y la religión se ofrece para el que ya cree en ella. Todo está lejos del silogismo de premisas verdaderas, contrastadas, y una conclusión lógica. Entramos, sigilosos, en una especie de pensamiento oriental. Y comienza el relato que causa asombro: todas las visitas nos consuelan diciendo que están bien, todas tienen un tiempo limitado y han de marchar aunque nos dejen con la palabra en la boca. Se visten de blanco o con su ropa habitual, nos congelan de frío y nos ciegan con su luz. Eso sí: se nos acercan con su juventud pasada, con veinte o treinta años, en la mayoría de los casos.
Como decía Larra que “es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas”, yo decido enterarme. Leo, leo… y me informo que algunos no mueven los labios cuando hablan, que no se les ven las piernas y que levitan a unos centímetros del suelo. En este libro de J.J. Benítez, del que saco estos datos, se dice que estas presencias absorben el calor y la energía de nuestro cuerpo y sentimos un frío extraordinario…, todo para que el visitante consiga la materialización. No suelen aparecer niños. Alguien les controla y el tiempo que permanecen a tu lado “está controlado”…, son visitas programadas. “Todo está medido”, afirma en alguna página el autor. No se reflejan en los espejos, no proyectan sombra…, sientes como un imán, como si te llamaran, y acabas gozando de una sensación de calma, te quedas en paz, escuchas, a través de una sonrisa de piel blanca, lo de “nos volveremos a encontrar”. Luces blancas, amarillas. Perro que ladra, gato que levanta las orejas, porque detectan la presencia antes que nosotros. “¿Qué importa la lógica si la experiencia es real?”, comenta J.J. Benítez. Y muchos datos más, muchos.
Por otra parte, la doctora Ross, estudiosa y especialista en la muerte y cuidados paliativos, iguala la experiencia del fin a la del principio: el nacimiento y la muerte son dos pasos que empiezan una nueva vida. Para el teólogo Hans Küng la labor encomiable de la doctora es “romper el tabú” sobre estos temas. Es más, esta psiquiatra suiza nos dibuja la situación con los mejores colores del optimismo: “La muerte es sólo un paso más hacia la forma de vida en otra frecuencia” y, más adelante, “el instante de la muerte es una experiencia única, bella, liberadora, que se vive sin temor y sin angustia”.
Hasta aquí los datos, alejados, como podemos comprender, de nuestro entorno científico y del pensamiento filosófico occidental que nos legaron aquellos griegos con su insistencia en lo racional, no así la siempre distante filosofía oriental que se baña más a menudo en los lagos del corazón, de la vida, de lo místico que huye de la frialdad lógica o del rigor matemático. Así las cosas, ¿por qué no justificar lo que parece injustificable? La termodinámica nos asegura que la energía no nace ni muere, sólo se transforma. ¿Es el ser humano portador de este tipo de energía? ¿Qué ocurre si nos roban la energía? Muy sencillo: nos congelamos de frío y, de nuevo, es la termodinámica quien lo afirma. Parece, según hablan estos visitantes que tratamos, que las cosas y los sucesos son como son y no pueden ser de otra forma, es decir, que lo que ha de ser no puede faltar. Claro que ya dijo Aristóteles que “Dios y la naturaleza no hacen nada en inútilmente” o, muchos siglos después, Leibniz estará convencido de que “Ningún hecho podría hallarse verdadero o existente sin que haya una razón suficiente por la que ello sea así y no de otra manera, si bien estas razones las más de las veces no nos puedan ser conocidas”. ¿No será esa energía nuestra propia voluntad que, según Schopenhauer, es una fuerza ciega e infinita, desdicha y dolor, un deseo siempre insatisfecho, cuya liberación será el descanso en el nirvana de inspiración budista: anularse a sí mismo y perderse en la unidad cósmica?
El creyente puede leer que, en los evangelios, el hijo de un carpintero nazareno ya hablaba de otra vida, él mismo, dicen, se fue y volvió a los tres días según las órdenes del Padre, el padre Azul que hablan los que vuelven. El tema del sentido de la vida, la muerte, Dios o el más allá ha sido siempre un brillante filón para extraer una dorada filosofía. Temas alejados de la ciencia, temas infalibles que, para Wittgenstein, sólo podrían ser mostrados, nunca dichos con una experiencia científica.
Pero, ¿qué estamos haciendo? ¿Negamos el sentido racional a estas presencias extrañas apoyándonos en los filósofos que parecen corroborar las tesis de estos libros? Contradicción a flor de piel. Además, ¿cómo lo ven desde la atalaya de las iglesias? No lo ven, sólo la Virgen, su Hijo o algún que otro santo pueden manifestarse para guiar nuestros pasos por el sendero de la salvación. Para el hombre sagrado estos casos son erróneos. Los hechos verdaderos son de sentido común: la virginidad que se mantiene después de dar a luz, tres dioses en uno, infalibilidad del jefe de la iglesia, el Dios bueno que crea un mundo plagado de mal sabiéndolo de antemano… La religión, como vemos, se aparta más del tema que la misma filosofía. ¿No será que la religión vive del temor y la esperanza del hombre? ¿Y si no tememos a la muerte? Entonces, sin remedio, el negocio cae en bancarrota.
Vamos dando, como se dice, una de cal y otra de arena, pero no construimos nada. Ves, lector, que estamos como al principio: curioseando extraños datos y que cada uno entienda en el calificativo extraño lo que quiera o crea en su interior. Pero hay más: parece ser, ya lo dijimos, que todos “están bien” allí. Mejor para ellos, pero que no olviden que aquí no estamos tan bien como quisiéramos…, claro que, a lo mejor, nosotros estamos menos bien porque nos empeñamos en pensar, en hacer uso de la razón, y ellos, en ese estado bondadoso, no necesitan hacerse preguntas. Pero, así y todo, ¿no será una proyección nuestra que viene desde la esperanza, esa que es lo último que se pierde? ¿No estaremos ante un consuelo para empujar dichosos la piedra de Sísifo mientras otros miran cómo nuestro sudor se desliza de la frente al pecho?
Aparezcan en sueños o en nuestra vigilia, lo cierto es que ninguno explica lo que hay más allá. Dicen hablar con ellos, pero no responden a las preguntas que desde siempre han estado presentes en la mente humana. Se menciona en esas páginas al padre Azul, al dios Azul, que no sabemos si juega a los dados o no. Lo de los dados viene a propósito porque Einstein insistía en que “Dios no juega a los dados”, es decir, que todo está ordenado, cada cosa en su sitio. Todo ello en el marco sin marco de una eternidad, siempre en el presente y con ausencia total del tiempo con su pasado y futuro. La sola idea de esa eternidad, ¿no resulta un tanto agobiante? ¡Sólo el presente! Ahora bien, ¿seremos responsables de nuestra vida anterior como amenazan todas las creencias? Allí “nadie juzga a nadie”, dice una presencia en el libro.
Si ello es así, ¿no será que no hay culpa en el actuar humano y todos somos, buenos o malos, por decreto, por programación? Bonita libertad la que creemos gozar en este planeta y, por lo visto, semejante libre albedrío tienen en ese lugar, o no lugar, donde se intuye que también existen bajo el mandato de alguna orden. El lector puede consultar el libro Estoy bien y leerá cómo algunos se presentan con el tiempo justo, deben marcharse ya, no hablan de ciertas cosas…, les está prohibido. En el Evangelio de Juan, capítulo 20-versículo 17, Jesús resucitado advierte a María de Magdala: “No me toques, no he subido al Padre”. Recordemos, para dar color a la escena, el cuadro de Correggio Noli me tangere. Pues bien, algunos de estos personajes también prohíben que se les toque porque aún no han llegado a donde tienen que llegar. Apunto este dato simplemente para hacer dudar al que lo lea. La duda, de eso sabía mucho Descartes, es lo más sano y fértil que puede crecer en nuestra mente.
Todas estas líneas, a fin de cuentas, no son otra cosa que hacer un comentario sobre lo que siempre se ha expresado con cierto morbo, con singular misterio, sobre todo porque lo prohíbe la iglesia que, hemos escrito antes, teme nuestra pérdida de miedo y amenaza sobre el más allá. Preferimos hablar con los muertos, si es posible, antes que escuchar las mentiras de los vivos, sobre todo si la falsedad huele a incienso, cirio que chisporrotea o agua bendita estancada en una pila de piedra.
Finalicemos, mas, creer todo esto, ¿no será dar de nuevo, como tantas veces, la razón a Nietzsche en aquello que el sentenciaba: “Tener fe significa no querer saber la verdad”. La verdad, la verdad…, ¿qué verdad? Tal vez sólo ésta: el viaje sin retorno a la nada, al vacío, abrazar el sinsentido del que nunca hemos salido.
Ubaldo Fernández.
Mayo, 2015.