Pupitres y tinteros.
Una vela de llama alta alumbra el cuadro enmarcado de la diosa Atenea y su acompañante, la lechuza de ojos grandes, ojos de curiosidad, madre de la sabiduría. El profesor de primaria, pantalón vaquero y zapatillas deportivas, recoge su mochila negra dormida por el peso en una silla de tijera. Dos o tres kilos de cultura porta esa mochila, porque hoy la cultura se vende al peso: la cantidad tiene un precio, la calidad un valor, pero, al ser inmensurable, pasa desapercibida. El profesor deja la habitación y se despide de su diosa rogando que le acompañe en el trabajo de hoy.
El maestro de la pequeña escuela rural, traje ajado y cartera de cuero muy envejecido, camina lentamente cuidando no tropezar en la calle empedrada. Un grupo de niños corren hacia la escuela, pasan junto a la herrería. El herrero, discípulo de la fragua de Vulcano, pregunta, por decir algo, desde su puerta:
-¿A dónde vais, niños?
-¡A la escuela vamos!
-¿Y qué hacéis allí?
-¡Esperar a que salgamos!, responde el más espabilado del grupo.
El verdugo del hierro, “el tío quemayerros”, así con y, le llaman los niños, sonríe y piensa para sí: ¿y a qué coño van entonces a la escuela?
El maestro del traje ajado entra en ese pequeño salón de pupitres y tinteros. Todos los niños en pie. Rezan y cantan bajo la mirada de dos cuadros colgados en la pared: uno es de un joven que, se dice por ahí, sentía cierto interés por el lenguaje de las pistolas, violento que era el chico; el otro fotografiado tiene algunos años más y, también se dice por ahí, se sentía en la obligación de firmar sentencias de muerte con una pluma, regalo sagrado por la gracia de Dios. En el medio de los dos cuadros una cruz de madera sin el crucificado…, dicen las malas lenguas que huyó el nazareno para no estar de nuevo crucificado entre dos ladrones, entre asesinos, eso dicen, pero no lo sabemos con certeza.
El profesor de pantalón vaquero y zapatillas deportivas, caminando por la acera de la calle asfaltada, no está seguro de si esa historia del herrero y los niños que recitan la tabla de multiplicar y la lista de los reyes godos, es cierta o lo ha soñado o, tal vez, es un invento suyo, no está seguro nuestro profesor. Lo curioso es que lleva dando vueltas a su duda desde que se levantó esta mañana.
Al llegar a su clase se queda en la puerta, invita a pasar a sus alumnos según llegan y, en un momento dado, pregunta a los que entran:
-¿A dónde vais, chicos?
-A tragarnos el rollo que nos vas a soltar esta mañana, contesta una niña de ojos negros y cabellos alborotados.
La luz de la vela que ilumina a la diosa se apaga, justo en este momento, en la mitad de su recorrido sin que haya intervenido corriente de aire alguna. La lechuza cierra sus grandes y redondos ojos. El maestro rural, de traje ajado, escucha la canción de los afluentes por la derecha y por la izquierda de los ríos principales del país contemplando un viejo mapa de hule. El profesor de primaria, vaqueros y deportivas, escucha, con cierta frecuencia, la sintonía de un móvil prohibido que se esconde en cualquier mochila apoyada en las patas metálicas de una silla. Atenea, definitivamente, se despega del lienzo y vuelve a su casa, al Partenón.
-“¡Esperar a que salgamos!” “¡Esperar a que salgamos!” Estos gritos retumban en los oídos de los discípulos, el joven y el menos joven, de la diosa de la sabiduría.
Ubaldo Fernández.
26 de julio 2021.