La palabra de los colores

Hace unos meses os presenté a Tintín, el Mensajero. Hoy las hojas caídas por el empuje del otoño siembran nuestras aceras haciendo inútil el trabajo de los barrenderos. Quedarán hojas verdes en las ramas, ésas que prometieron a los ojos curiosos y habladores del que todas las tardes saludaba con su sonrisa de ángel, ésas que le dijeron que ni en lo más crudo del invierno se arrancarían de las manos del árbol que las sostiene. Fue una promesa y veréis que cumplirán su palabra verde, estad atentos en el frío y la nieve.

El Mensajero, con dos dientes pequeñitos de porcelana blanca, ha llegado, le han llegado, al cruce de la calle. Su carruaje sin caballos alados, sin lindos pegasos, del que aún no puede bajar por sus inexpertos pies, se ha detenido bajo la orden del color rojo, el hombrecillo de sangre que no se mueve. Hay que esperar a que otro pequeño hombre con sombrero y traje verde comience a moverse. Los ojos del pequeño y su sonrisa ancha quedan eclipsados por el juego de colores: rojo-verde-rojo-verde…

Como si el tiempo, el que nunca para, se detuviese, vemos desde nuestra altura la representación de un ficticio teatro: los coches ya no se mueven, sus motores callan, peatones como ausentes, el sol reduce su luz y los colores, rojo y verde junto a un parpadeante naranja, se engalanan con su mejor brillo. Todo para que la atención del que lleva gorro y bufanda azules quede extasiada, con ojos grandes y sonrisa ancha, ante la escena que comienza, ante la palabra del color.

El hombrecillo verde se ha quitado el sombrero y, a cara descubierta, habla al pequeño y le susurra canciones de primavera. Dice así:

-Te traigo el deseo de la naturaleza, el anhelo de ofrecerte árboles de generosa sombra y dulces frutos, cereales de pan blanco, espejos claros con peces de colores, aire limpio para tus pequeños pulmones, amaneceres azules con flechas amarillas, atardecer con luz de despedida entre algodones que curan todas las heridas. La naturaleza, tu cuna de tierra, te regala fina lluvia que teje manteles de flores con gotitas de rocío.

Tintín no pierde detalle y sus oídos recién estrenados escuchan la voz que le habla. El que va vestido con el color de la amapola le habla en tono subido, a veces hasta grita:

-Te encontrarás con la igualdad, la fraternidad y la libertad. Lucharás con nosotros, todos unidos para que el mundo que te ha recibido no te defraude y nunca pienses en volver a las alturas envidiando a las estrellas. Déjate guiar para formar un rebaño feliz, yo te llevaré por las mejores praderas y jugarás con las flores más bellas, ésas que estamos cultivando para ti. Vente conmigo.

No había acabado su ruego el hombre rojo cuando de otro círculo del mismo color, otro hombre, que había bajado de la altura, corría calle abajo hacia el carruaje de este pequeño soñador. Traía en la mano derecha una hoz, en la izquierda un martillo, herramientas engendradas en la fragua de Vulcano.

-Pequeño, mi pequeño, yo también ordeno la calle con mi color. Como rey mago, pero sin magia, te presento mis dones, mis armas que no hieren. Tengo una hoz para segar dulcemente y sin dolor la espiga de pan para todos tus días y un martillo para vencer la fuerza del hierro encendido con el que haremos herraduras para cabalgar sobre briosos caballos. Daremos forma, con el calor del fuego, al arado que fecundará la tierra y derretiremos las cadenas de la opresión  convirtiéndolas en barandillas de los puentes, en chimenea para el calor de tu hogar. Tal vez tengamos alguna vez que afilar puntas de flechas para lanzar a los que nos impiden vivir en paz.

La mente novata del que no pierde detalle de la actuación de estos especiales comediantes, que representan su papel  sólo para él, esta mente está atenta como si tuviese que enjuiciar a todos y dar un veredicto final. Sus manos blancas se mueven extendiendo sus dedos suaves y armados con su pequeña uña, la sonrisa de bienestar ilumina todavía más a estos colores que hablan como humanos. Y el círculo naranja, que sólo es un círculo sin cabeza ni brazos ni piernas, sin tener boca habla y, al pronunciar los sonidos, una gaviota azul, rara por el color, parece como si le dictase las palabras. Y dijo así:

-No te pierdas con tanta promesa. Tú tienes tu lugar y yo el mío, siempre fue así, es el deseo de los dioses que todo lo ven. Nosotros, los elegidos, marcamos el camino, la única senda viable, la que está marcada desde los siglos de los siglos. Tendrás pan y circo como aquellos romanos felices. Tendrás todo lo que te demos. No podrás quejarte.

Y así, durante mucho tiempo sin correr el tiempo, los colores ofrecían su luz como vendedores ambulantes. Nuestro niño empezaba a dar señales de cansancio, observaba los coches parados, peatones paralizados como estatuas: unos se habían quedado con una sonrisa, otros con gesto de dolor, los había preocupados, alegres, nerviosos…, todos con las prisas de no llegar a tiempo. Pero algo hace que la cabeza de escasos pelos casi rubios gire hacia la parte alta de la calle. Un círculo blanco de fondo morado corre hacia abajo dando vueltas rápidas para detenerse a muy pocos pasos de la mirada nerviosa e inquieta del que se protege del frío con gorro y bufanda azules.

-No te engañen los regalos envenenados. No hay milagros ni dioses en las alturas. Aquí estamos nosotros, sólo nosotros, y cada uno de los que nacen viene con los brazos abiertos, llora de alegría al sentir en su cuerpo, olor a amor de nueve meses, el abrazo de los que esperan. Vamos a compartir todo, el que más tiene más reparte. Nunca negaremos a nadie el pan y la sal junto a la diosa justicia, podemos hacerlo. Escucha, niño de bondad y transparencia, nosotros podemos, nosotros, tú y yo, podemos.

Calla el círculo blanco con fondo morado. El pequeño mira los árboles con algunas hojas verdes enamoradas de él, sonríe con dos dientecillos de leche como testigos firmes. Piensa su mente apenas estrenada. Ha escuchado palabras de esperanza con música y danza de colores: verde, rojo, naranja con gaviota azul y el morado de la purificación, el miércoles de ceniza que arde con ramas de olivo para quemar la vieja maleza de los caminos y anunciar, como las uvas y moras, la luz del claro verano con cielos limpios en los días agobiantes de agosto.

¡Qué buenas intenciones!, piensa el inocente espectador, ¿cuánto durarán? Podemos, podemos, decía el último personaje de la comedia. Esperemos, esperemos…, ya Veremos, suena en el interior de una garganta que aún no ha hecho vibrar las cuerdas vocales para que se escuche con claridad la opinión del que ya quiere hablar para dialogar en armonía con los charlatanes del ágora.

                                                                                               Ubaldo  Fernández.

                                                                                               Diciembre,  2015.

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