Hojas en invierno

Dicen las buenas lenguas, las que nunca mienten, que aquella noche de marzo cuando el dios Marte, para celebrar su mes, deja las armas y se viste de ternura, aquella noche se iluminó todo el hospital. Las estrellas, clavándose las brillantes puntas unas a otras para hacerse un hueco, miraban con  ojos claros al que acababa de llegar, sonreían a través de los cristales de la habitación. La luna, más astuta, ya había cambiado su fase y regalaba una luz de plata a un pequeño cuerpo que venía del mundo mágico y misterioso de los que aún no son y esperan ser. Dicen las buenas lenguas, las que nunca mienten, que la primera cama blanca donde el cuerpo diminuto descansa del llanto alegre que le provoca la sonrisa de la madre, esa cama vestida de novia era manantial de perfumes: de los jardines que hay alrededor se están acercando con pies verdes, maquilladas de color, derramando fragancias…, ya llegan, como nuevos reyes de oriente, rosas sin espinas para no arañar la piel de seda, margaritas de hojas enamoradas, orgullosos lirios de azul cielo, delicadas florecillas de poca altura, yerba fina para la almohada del niño chiquitín…

A la mañana siguiente, decían los jardineros, y tampoco mentían, que encontraban huellas de las flores que, de forma muy delicada, habían abandonado su lecho de tierra húmeda, pero no importaba porque, cuando el recién llegado abandonase la habitación encantada, entonces, sólo entonces, las de los pies tiernos y verdes regresarían a su casa de aromas y arco iris.

Ahora no cesa la disputa entre los árboles del parque y entre las hojas de mirada verde. Todos y todas quieren recibir la luz de unos ojos, la sonrisa que embruja, el habla ininteligible del que, tumbado y con la mirada hacia el azul, llega en carruaje de príncipe todas las tardes y pasa revista a todo lo que encuentra en su paseo.

-Ya viene Tintín, el mensajero. Es el aviso de una hoja, de ojos bajos, que por el peso de la rama se encuentra más cerca del suelo. Ella será la que mejor salude, para infinita envidia de sus compañeras, al que ya se acerca. El árbol, generoso y paciente, soporta como puede el ajetreo que se ha formado en sus ramas.

-¡Hola, chiquitín!, saludan casi a la vez las que pintan de esmeralda el pequeño camino de tierra y arena. ¡Chiquitín!, le dicen y el eco lleva un sonido dulce y perfumado que se pierde…, tín, tín, tín…, escucha el mirlo enlutado y con una pequeña miga de pan en su pico de oro viejo. Tín, tín, tín…, y como el del carruaje de pegasos blancos y con alas se llama Ángel, mensajero de las alturas sin fin, a las que se mecen con el viento escaso del verano les agrada nombrarle como Tintín, el mensajero.

Dicen las buenas lenguas, ya sabemos que no mienten, que el próximo otoño tendrá menos hojas secas esparcidas por el suelo. La mirada, la sonrisa y el diálogo del que muchas veces extiende su pequeña mano para que sus dedos de pianista tomen una hoja que recibirá al momento un beso de inocencia y agradecimiento, harán que ese beso, esa caricia de manos pequeñitas, logren el milagro de mantener con traje de primavera, todo el helado invierno, a sus amigos los árboles de cada tarde.

 

                                                                          Ubaldo  Fernández.

                                                                          Agosto, 2015.

 

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