Briseida.

Muy pocas páginas quedan para llegar al final de esa novela que está leyendo, pero nuestra mujer, Briseida, la de ojos de miel que endulzan todo lo que mira, se ha levantado del sofá y ha dejado el libro abierto y boca abajo. Esperemos que las letras no se desparramen entre el sofá y los cojines o, lo que sería peor, se repartan por todo el apartamento y luego recogerlas y conseguir llevarlas a su casa, las hojas en blanco, sería una ardua y larga tarea para esos ojos de miel.

Si nos acercásemos sigilosamente, ahora que ella ha entrado en su habitación, podríamos, sin necesidad de tocarlo, leer el título: Las intermitencias de la muerte. José Saramago. Ya es inusitado en Briseida, la lectora de Saramago, dejar una novela que está a punto de finalizar.

Cruza el parque próximo a su casa. Quiere atravesar la calle por el paso de cebra, cívica que es esta mujer, pero, por lo que se ve, ningún conductor quiere respetar la norma. ¡Qué gentuza!, pero ¿no se dan cuenta de que yo tengo la preferencia para pasar?, se lamenta la de los ojos de miel y espera unos instantes hasta que un conductor detiene su vehículo, como es su obligación. Moviendo su mano izquierda invita a Briseida a caminar por delante de su coche. Sólo el diablo, que sabe mucho de estas cosas, conoce si el conductor se ha detenido porque es un hombre respetuoso de la ley o quiere ver cómo un cuerpo, que no pasa desapercibido, desfila por un momento delante de su mirada.

Una cruz vestida de cegadora y segadora luz verde, con una serpiente enroscada en sus brazos, nos indica el lugar que busca nuestra lectora.

-Por favor, unas tiritas cicatrizantes para proteger heridas.

-¿Heridas profundas? ¿superficiales?, pregunta el joven, que hace sus prácticas en esta farmacia y está estrenando su reciente carrera, especialista en esa cruz verde como símbolo de la pureza divina y del intento de alcanzar una vida placentera para todos con los remedios que ofrece.

-Profundas.

-¿En la mano, en el pie, en el brazo…?

-En el corazón, heridas en el corazón, en un corazón físicamente sano…

-No, no… ¡Cuánto lo siento! Aquí no curamos esas heridas. ¡Qué más quisiera yo! Curar las heridas del corazón, del corazón…

Y Briseida, ahora doblemente herida, con dolor y sin remedios, sale y, cuando llega al parque, se sienta en un banco de maderas muertas pensando que tal vez estuvo en lo cierto aquel francés del siglo XVII, matemático, físico, filósofo y teólogo, cuando se le ocurrió escribir aquello de que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”. Esta empedernida lectora de Saramago permanecerá horas entre árboles cuidados, flores ordenadas por colores y el canto verde claro de las cotorras argentinas. La luna y las estrellas, sólo las que son capaces de burlar la contaminación, comentan a Briseida que ya es tiempo de volver a casa, recoger las letras, si de verdad se esparcieron, y finalizar la novela.

A la mañana siguiente, sobre la pequeña mesa junto al sofá, descansa un libro: Pensamientos. Blas Pascal. La sorpresa agitó su pecho y pasó todo el día intentando descubrir qué amante, con nocturnidad y alevosía, había tenido tanta compasión como para ofrecer su consuelo por medio de un silencioso libro que duerme plácidamente en el cristal de una mesa bañada de sol amarillo. No sabemos si serán útiles esos pensamientos para servir como antídoto al veneno que fluye en cada movimiento de sístole y diástole de un corazón con ojos de miel. No lo sabremos nunca.

                                                                          Ubaldo Fernández.

                                                                          21 de junio 2021.

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