El niño mecánico

El centro comercial nos ofrece de todo, desde una simple bolsita de pipas hasta un televisor que, con una pantalla inmensa, nos invita para robarnos el tiempo y el fuego del pensamiento. Es el centro de los deseos encadenados: se cumple uno e inmediatamente surge otro de la nada, que siempre es algo, otro con más fuerza que el anterior. Es la canción del nunca acabar. Nuestra canción preferida.

El niño, no tendrá más de cinco años, va protegido por la mano, paisaje de arrugas, de su abuela. Una vez dentro se acabó el peligro, terminó el miedo de la abuela. Ahora todos están seguros: los ojos de las cámaras les controlan cariñosamente, los vigilantes pasean de un lado para otro con una dosis de simpatía.

Un robot de color blanco, cabeza de esfera, ojos vacíos, boca dibujada por una raya negra, se mueve lentamente. Las restantes partes del cuerpo se van ajustando unas con otras. Una mecánica artificial que va de acá para allá saludando a los clientes.

-Buenos días. Tenga usted una bonita estancia en este lugar, que es su casa, su hogar.

-¡Qué gracioso!, reacciona la abuela. ¡Qué inventos! Si levantasen la cabeza mis padres… o mis abuelos…, se volvían a caer al hoyo, seguro.

El niño se ha acercado, libre ya de la mano protectora, al muñeco blanco. Podía ser, por las dimensiones que tiene, un compañero de su clase.

-Oye, pregunta el niño, ¿cómo te llamas?

-Como tú quieras que me llame, contesta el de la cabeza de esfera.

-¿No tienes nombre?

-Yo nunca me nombro a mí mismo.

El niño le mira con ojos de interrogación. Olvida la respuesta escuchada y vuelve a preguntar.

-¿Quieres que juguemos?

-Sí. Te puedo enseñar dónde están localizados todos los productos, sus precios y hasta la fecha de caducidad.

El niño calla. No entiende absolutamente nada, pero insiste.

-¿Jugamos a peleas? Tú eres el ladrón y yo te persigo, porque soy un policía, ¿vale?

-¿Vale?, pregunta la máquina, ¿de qué producto quieres saber su valor?

-Abuela, comenta el niño a la que está echando al carro unas galletas de chocolate, vámonos. Ese niño blanco es muy raro y muy tonto…

-Espera un poco. Mira las galletas que te he comprado, de las que a ti te gustan.

-Vámonos al parque, abuela. Allí hay pájaros, mucha hierba y columpios para jugar con otros niños. Ese niño no me gusta, ¿dónde está su mamá?

-No tiene mamá. Anda, anda… Vamos a pagar a la caja.

-No tiene mamá, se va diciendo el niño a sí mismo, no tiene mamá, claro, por eso no sabe jugar.

El centro comercial, ajeno a todo lo que huela a inocencia, sigue pregonando sus delicias. Los deseos de los visitadores aumentan a medida que pasa el tiempo. ¡Qué felicidad! Te ofrecen todo masticado, sólo tienes que tragar. ¡Delicioso! Es sorprendente, piensa una joven de pelo rizado, ellos tienen el mismo gusto que nosotros. ¡Qué maravilla! Una gran familia donde todos están de acuerdo, en armonía. Todo al alcance de la mano, sólo tienes que ceder y renunciar un poco, casi nada, a tu libertad…, pero merece la pena, ¿no?, pregunta el amigo a la del pelo rizado. Sí, mis padres pasan mucho tiempo aquí: fresquito en el verano, calentito en el invierno…, doy gracias siempre a la vida por haber nacido en esta época. Yo hago lo mismo todas las noches, responde serio y seguro el amigo de la joven.

-Mira, abuela, se han llevado casi todas las rosas que vimos. Había muchas y quedan muy pocas. Abuela, no huelen como ayer, ¿por qué?

-Las habrán llevado al centro comercial. Estas ya no huelen, hijo. Son de plástico. Las han cambiado.

-Pero, abuela, ¿no me dijiste que las flores las hacía la primavera?

-Las hacía, hijo, las hacía… Nos han robado la primavera también.

-¿No habrá sido el ladrón ese niño blanco que no ha querido jugar conmigo?

-Sí, ha sido él. Sube al columpio y no pienses en las rosas. No te preocupes, pronto llegarán niños para jugar contigo.

                                                                          Ubaldo Fernández.

                                                                         7 de junio de 2021.

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