La presencia oculta de ser feliz

En estos tiempos con aires infelices y profecías de milenio que acaba es cuando cada uno sueña con lo que no tiene, con ese deseo no realizado, según los psicoanalistas, con lo mejor: el vivir que se vive, el enamoramiento de la tierra.Soñamos -siempre ha sido así- con la felicidad. No obstante, la presencia de la felicidad lleva un lamento de huida, de escepticismo, de ocultamiento: «un imposible necesario», ha dicho Julián Marías en alguna parte de su obra. Yo no sé si será imposible, pero necesaria no hay duda que lo es; su necesidad es tan insustituible como el agua, como el oxígeno que respiramos…, es lo que empuja a comenzar el nuevo día en la esperanza de lo mejor. Pero es una diosa exigente: ser feliz es poseer la dicha de serlo y el conocimiento de su posesión y, en este conocimiento, seguir siendo felices. Y este puede ser el obstáculo y el problema…, que al pensar en nuestra situación feliz parece como si desapareciera de nuestro horizonte ante la presencia o el recuerdo de cualquier tipo de interferencia que emana de nuestra propia vida y circunstancias. Tal vez en la ignorancia e inconsciencia de lo que nos rodea está la sede de esa diosa o simplemente es que exigimos demasiado a la felicidad y cada vez queremos volar más alto, la sed que no se sacia…, porque:.. no somos fieles a la tierra.

Este sendero que hemos elegido hoy nos trae a la memoria al creador de Fausto, a Goethe. Y a él precisamente recurrimos en aquello de que «la felicidad es la limitación; ser feliz consiste en limitarse. Pero el hombre raramente se limita: aspira siempre a tener más». Ya no es solamente la curiosidad que nos hace ser más sabios y que, como la yedra, se enreda y sigue hacia arriba, hacia los lados… Es la aspiración de agotar por completo esa armonía en unos casos, esa pasión en otros, que se conseguiría en el goce de la felicidad. Pero, ¿qué ocurre cuando hayamos agotado, es decir, cuando poseamos esa vida feliz? ¿Qué nos motiva luego? ¿Puede el hombre pasearse por el camino de la vida sin motivos, sin aspiraciones? Este es el lugar del autor alemán antes citado: el ser humano no puede limitarse a un estado existencial de conformidad con lo que hay, por muy dichoso que sea, no puede permanecer en esa especie de descanso del que ha llegado a la meta…, en el ser humano el fin de algo es el comienzo de otro quehacer. No es el monólogo que vuelve sobre uno mismo, sino el diálogo en conversación interminable.

Por eso aspiramos siempre a más y la luz de la felicidad siempre se alcanza a ver en la lejanía. Así no faltan quienes recomiendan traspasar las barreras de este mundo dando casa y cobijo a la felicidad lejos, mucho más allá. Como tampoco nos faltarán los diversos sistemas Éticos que nos aconsejan con sus valores, como brújula que orienta, en una dirección determinada: placer, sabiduría, amor. Todo menos poner fin, limitarse, a la aspiración de sentirse mejor. La limitación corta las alas de la libertad, la felicidad tiene que ser el cuento de nunca acabar.

Paralelas hay que trazar la felicidad y la libertad si no caeremos en el mundo feliz de la programación, de dar sentido al sinsentido cuando me quieren hacer feliz sin posibilidad de elección. Tenemos derecho a elegir mal, a ser infelices y equivocamos…, pero que no nos limiten, que la esperanza no se eternice en la caja de Pandora para que en cada uno sea esa aspiración de la que venimos hablando, esa forma de conquistar más y más terreno al vivir feliz.

Tal vez todo esto es rizar el rizo y la felicidad sea algo más sencillo que esas recetas universales (las recetas generales sirven para todo, aunque esencialmente para nada), repartidas en los grandes sistemas cargados de seriedad, aridez y aburrimiento. Lo mismo hasta lleva razón Marco Aurelio al escribir en sus Meditaciones eso de «la perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último, sin convulsiones, sin entorpecimientos, sin hipocresías»; es una forma de aceptar, propia de los estoicos como él: «en todo suceso que te induzca a la aflicción, utiliza este principio: no es un infortunio, sino una dicha soportarlo con dignidad».

Tal vez rizando el rizo nos pasamos en el tiempo y con tanta reflexión sobre la felicidad se convierte en algo desconocido, y entonces nos parecemos a esa manecilla del reloj que se desconsuela eternamente porque nunca volverá a marcar el segundo que ha pasado. Nuestra labor como seres que no quieren sino ser felices está en hacer hueco y lugar, en apartar todo lo que ha ocupado el sitio que no le corresponde, en el cambio de valores y perspectivas. Porque el hombre debe volver a su paraíso, a su inocencia, su contacto con la naturaleza lejos de una tecnificación que ahoga…, y así la dicha sería algo conocido y comprenderíamos si es posible, necesaria o !imitadora. O, en última instancia, sentirnos como en aquellos primerizos  versos de Miguel Hernández:

Yo soy más alto que la tierra:

de cumbre a cumbre, viento a viento, vago,

y con mi honda y mis ovejas hago

silbar la luz y suspirar la tierra.

Ubaldo Fernández Díaz.

Profesor de Filosofía.

Seminario de Ética.

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