Una reflexión sobre el juramento de vasallaje.

«Nos, que valemos tanto como Vos prestamos juramentos a Vos, que no valéis más que Nos, y os aceptamos como soberano, siempre que Vos respetéis nuestras leyes y nuestras libertades». (Juramento de sus vasallos a los reyes de Aragón en su investidura).

Aquellos mil años de Edad Media cargados de servilismo y de ignorancia, empapados de religión temerosa y amenazante con el castigo eterno, aquel no querer vivir este  «valle de lágrimas”…, de todo ese estancamiento científico y filosófico surge, como rosa entre espinas, ese juramento en  el acto de investidura que nos podría servir de guía para todos nuestros juramentos -y estamos en épocas de mucho jurar y prometer-. Y es que esos términos en que prestan juramento, desgastados por  el paso de cientos de años, debiéramos escribirlos de nuevo pero con «letras de oro», como quería Lope  de  Vega que estuviesen  escritas Las Coplas de aquel poeta y soldado que fue J. Manrique.

Esta forma de jurar conlleva la seriedad de una forma breve, la verdad no se viste con ornato, la mentira necesita deslumbrar para hacerse creíble, el laconismo de las grandes máximas que ahondan en el misterio de lo sagrado.

Podemos traer a nuestra memoria el olvidado juramento de Hipócrates que, entre otras cuestio­nes, considera al enfermo y al ser humano como un fin en sí mismo al modo del imperativo kantiano.

Destaca de forma nítida la igualdad, («que valemos tanto como Vos…, que no valéis más que Nos»), y la libertad, («que Vos respetéis nuestras libertades»), no obstante sin olvidar «nuestras leyes», nuestra forma de ser y de conducirnos, que no es la llamada a un tradicionalismo que estanca, sino la continuidad de algo que sirve.

Es una forma, envidiable por  cierto, de aceptación mutua en la identidad: sin engaños y dejando, desde el comienzo, las cosas claras.

Nada más leer, pocos días  atrás, este compromiso me despertó la memoria aquel adagio de Castilla, con la verdad serena de su paisaje, que reza con aquello de «Nadie es más que Nadie». Claro que rememorar el refrán es charlar con el bueno de Antonio Machado: por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre.

Es la dignidad y el respeto de todo ser, es la bofetada al que no cumple, al que mira por encima, -al estar sentado sobre el poder y la gloria con dinero-, y al que no respeta lo que ha prometido ante los demás.

Es la medicina para la enfermedad y la embriaguez que sufre el que juega con armas, con el dinero ajeno, con la esperanza de la mayoría y con el trabajo del débil.

El texto en sí mismo es una aceptación del soberano como alguien que dirige nuestro reino o nación, pero, a su vez, lleva en su raíz el germen de la rebelión: «os aceptamos…, siempre que…” La rebeldía lícita ante quien nos avasalla, nos hace vasallos sin ley ni libertad. La modernidad y la democracia, incluso en una monarquía, del juramento aragonés es sorprendente: la sorpresa de lo universal que trasciende terrenalmente los siglos y de puro no envejecer lo tendremos siempre ahí para esperanza de muchos y desprecio de los que «valen más».

Resulta curioso observar cómo la edad contemporánea, la nuestra, ha complicado con rarísimas formulaciones los acuerdos internacio­nales, las constituciones, el mundo de la legalidad. Parece como si fuese muy trabajoso llamar a las cosas por su nombre. Lo único claro y de fácil comprensión -La Declaración de los Derechos Humanos-, se oscurece día a día y de país en país. Ventajosa sería la mirada a la simplicidad de palabras de aquellos vasallos que, antes que Descartes comenzase a dudar, ya sabían de la claridad y distinción de la verdad que sale a la luz con brillo propio sobre lo demás. Nos  hemos complicado tanto que ya no sabemos hablar y en estas condiciones no estamos preparados para jurar ni para hacer jurar.

Si soberano, del bajo latín «superamus», es «el que posee la autoridad suprema e independiente» (Diccionario de la R. A. E.), los vasallos de Aragón le ponen límites: «nuestras leyes y nuestras libertades». Su soberano, que vale igual que ellos, reinará solo, pero gobernará con los que le han jurado fidelidad. El juego de la fidelidad compartida y el reconocimiento mutuo. Por eso hoy, ya  en la transición al siglo  XXI, qué olvidadizos nos hemos vuelto: nuestros gobernantes, de todos los colores y banderas, parece que valen más que nosotros y hemos colocado en la trastienda, como mueble olvidado, nuestras leyes y nuestras libertades. No hemos exigido a los que mandan el respeto…, ¡habrá que prestar juramento antes que sea demasiado tarde!

Ubaldo Fernández Díaz

Profesor de Filosofía

Seminario de Ética

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