El cristianismo ateo

En esta última primavera, floreciendo los claveles de la Revolución Portuguesa en su 40 aniversario, presentamos, junto a compañeros y amigos, nuestro libro  En torno a Saramago. Yo en este ensayo me había definido como “un marxista trasnochado” en política y en religión “un cristiano ateo”. Como era de esperar, mi amigo el teólogo laico Mario Boero, aprovechó la oportunidad para pedirme explicaciones, que en el fondo eran para el público de la sala,  de cómo podía conciliar cristianismo y ateísmo. No había tiempo para mucha explicación, es lo que tienen los horarios: no dejan libres  las horas.

Que yo sea un marxista trasnochado tal vez sea fruto de la desafección política que se ha instalado en mí en las últimas dos décadas: una derecha que quiere disimular su dictadura con el adorno de una homilía que ofrece libertad e igualdad dentro de un orden. Una izquierda que es, en resumidas cuentas, una derecha que cree en la democracia siempre que el “demos” no posea “krátos” para pedir cuenta y razón de la trayectoria de sus gobernantes. Por otro lado, el río de la indignación, el último que ha entrado en el juego, es una esperanza…, mientras no estén en el poder…, todo se verá. Este marxismo trasnochado es el fruto maduro de la desconfianza. Pero de todo esto ya habrá tiempo y lugar para hablar.

Aunar cristianismo y ateísmo, contradictio in terminis que dicen los que entienden la lógica del lenguaje, no es para mí difícil. Niego los dioses de las alturas porque están demasiado arriba y amenazan con sus rayos, porque se dejan sobornar por los poderosos de abajo y porque sus representantes ocultan sus pecados tras el humo del incienso y un torrente de agua bendita. Tienen, además, que vestir con hábitos para tapar su desnudez, sus vergüenzas, sus intenciones. Es de nuevo la presencia, que nunca se fue del todo, de san Pablo fundando la Iglesia para su poder y gloria. Los que ansían la conversión del otro no para que entre en la verdad o sea capaz de bajar la generosidad del cielo a la tierra, no, no es esa su intención, lo suyo es hacer el grupo cada vez mayor y acaparar más fuerza para el dominio. Por eso su Dios es todopoderoso, intransigente, vengativo, omnipresente como el ojo del “gran hermano” que acecha en cada esquina. Este es mi ateísmo, no quiero estar hecho “a su imagen y semejanza”, uno tiene que cuidar su imagen… No quiero el carácter vengativo del pueblo de Israel, fiel reflejo de su Dios, o, al revés, que sería más acertado. No acepto rituales ni liturgias de teatro.

Entonces, ¿un cristiano ateo? Pues sí. Es curioso cómo la figura de aquel hijo de carpintero aparece por todas partes como guía o modelo de solución para que el hombre haga su camino en paz: ni molestar ni ser molestado. Pero ¡qué obsesión tienen algunos con hacerle hijo de Dios! Dejadle como hombre…, que ya es bastante. Dejadle que dé la vista al que no ve, oído y voz al sordomudo. Dejadle como el primer quijote que quiere “desfacer entuertos” y liberar a su pueblo.

Albert Camus, ateo, confesaba: “no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza”. Yo comparto esa emoción como también el elogio de Gandhi al Sermón de la Montaña (“Me gusta el cristianismo, no los cristianos”, manifestó en cierta ocasión el padre de la no violencia). ¿Alguien, echando a un lado las costumbres y tradiciones judías de la época y lo que los evangelistas ponen de su cosecha, alguien halla alguna palabra del “noble hebreo”, en el decir de Nietzsche, que contradiga los ideales de libertad, igualdad, amor, justicia…? Mucho habría que rizar el rizo para corregir al nazareno. Su enseñanza es todo un programa de vida: “doctrina capaz de curar todos los males sociales”, aseguraba el judío agnóstico Einstein.

Es curioso cómo se recurre a este “espíritu libre”, otra vez Nietzsche, cuando el ser humano se vuelve contra sí mismo y, en consecuencia, contra los demás. ¿Qué mayor desvío del hombre que dar muerte al otro? Hay una película, con cincuenta años a cuestas, titulada  Su excelencia en la que, parodiando la guerra fría entre los Estados Unidos y Rusia, se centra en un discurso del protagonista en el que avisa a los representantes de esa pugna entre socialismo y capitalismo que no entendieron al hijo del carpintero cuando aconsejó el  “amaos los unos a los otros”, que oyeron o leyeron mal estas palabras pues la han traducido de forma impropia: “armaos los unos contra los otros”. ¿Qué atrocidad puede igualar la persecución al pueblo judío, al pueblo gitano, a la raza negra, al enfermo mental o al homosexual en esa II Guerra Mundial? En el filme  El gran dictador, en plena guerra, se hace burla de los que dirigen la locura, locos ellos también. Y, otra vez al final del relato, aparece el discurso del protagonista para citarnos el evangelio de san Lucas que nos escribe y enseña eso de “el reino de Dios está en cada hombre”. Acaba sus palabras, como lo hiciera Marx en su Manifiesto Comunista, con esta sentencia de acción: “En nombre de la democracia debemos unirnos todos”.

Así en el cine, teatro, en la música…, la leyenda del crucificado se escucha como remedio de males que hemos sembrado y hay que recoger para llevarlos a la hoguera de la purificación. Por todo esto y por más, soy un cristiano ateo. No podemos olvidar, pese a quien pese, que el protagonista de los evangelios estaría dentro de esa línea que se ha dado en llamar izquierda y los discípulos, que  guardan en exclusiva el mensaje de aquel revolucionario del amor, siempre han estado y se hallarán en la derecha para perdonar los pecados al  poderoso.

                                                                                         Ubaldo   Fernández.

                                                                                        Enero de 2015.

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