Vencer la fatalidad

El concepto de teleología, allá en la Grecia clásica, era esa tendencia hacia la finalidad, algo propio de cada ser. Entonces, si todo tiende a realizarse o completarse, y lo consigue, se acerca al bien. Parece como si lo que acontece fuese siempre lo mejor, aunque en su arranque sea una desgracia, aunque algunos tramos de la trayectoria no sean de nuestro agrado. Por eso, demos las vueltas que demos, siempre toparemos con lo que hay que topar como aquel D. Alvaro del Duque de Rivas. Luego estamos ante esos términos que tanta tinta han vertido sobre el papel: destino, fatum, predestinación, determinismo.

Me hizo reflexionar, leyendo «El hombre en busca de sentido» de Viktor E. Frankl, el relato de Muerte en Teherán:

«En cierta ocasión, un persa rico y poderoso paseaba por el jardín con uno de sus criados, compungido éste porque acababa de encontrarse con la muerte, quien le había amenazado. Suplicaba a su amo para que le diera un caballo más veloz y así poder apresurarse y llegar a Teherán aquella misma tarde. El amo accedió y el sirviente se alejó al galope. Al regresar a su casa el amo también se encontró a la muerte y le preguntó: ¿por qué has asustado y aterrorizado a mi criado? Yo no le he amenazado, sólo mostré mi sorpresa al verle aquí cuando en mis planes estaba encontrarle esta noche en Teherán, contestó la muerte».

Hoy ya no se escribe sobre la fatalidad. El ser humano se lanza en su aventura por conquistar unas metas propuestas y se considera su propio guía convencido de su libertad y su responsabilidad. No se acepta que todo esté escrito sino que somos nosotros, a modo existencialista, los dramaturgos de nuestra propia vida. No existe la idea conformista de una providencia divina cuando recordamos las atrocidades de este siglo que se despide. Sólo en la profundidad de lo humano permanece enraizada la esperanza de que llegaremos a buen puerto.

Lo que buscamos es un motivo de lucha, los medios es cosa nuestra. Así, con mejor conocimiento, el autor citado, Frankl, hace presente a Nietzsche: «quien tiene un porqué para vivir, encontrará siempre un cómo». Aquí reside el posible sentido de la vida: el Sísifo que empuja su piedra porque está feliz con ella. Basta recordar El mito de Sísifo de Albert Camus para darse cuenta del sentido del sinsentido. Y esto parece ser que es la vida.

Entonces, ¿qué es más humano, la aceptación estoica de lo que vendrá o la construcción de lo que no está hecho? Aquí apostamos por la lucha. Y lo que hace falta son estímulos para vivir, ilusiones para volar con esperanzados amaneceres. Así y todo, nuestra andadura actual, ambientada en crisis económicas y bélicas, queda más bien imantada por el carpe diem que por el proyecto de vida. Parece como si el mañana estuviese amenazado y sólo contásemos con el hoy que se nos escapa, como agua, entre las manos. La falta de referentes ciertos nos empuja a la duda. Por eso navegamos entre Scilla y Caribdis, entre la cómoda fatalidad -de ahí que proliferen sectas de todo tipo prometiendo lo imposible – y la lucha momentánea que nos deja desarmados para mañana. Y no tenemos más: o la muerte nos espera en Teherán o podemos burlarla cambiando el rumbo y dándola plantón.

Este puede ser el grave problema que se respira: una contaminación para la que hacen falta todas las lluvias otoñales. ¿Qué haremos con las generaciones que llegan? Simplemente donarles un porqué, porque, como ya dijimos arriba, ellos encontrarán un cómo.

¿Dónde encontrarán esos valores, esos referentes? Naturalmente en la familia, mas también hay otros lugares de reflexión: la escuela, el instituto, la universidad. Aquí entra el protagonismo de padres y educadores quienes, con su voz y ejemplo, pueden encaminar a los que están al inicio del sendero. Pero, dado que las grandes utopías -llámese cristianismo, marxismo…- han agotado su influjo, nos queda sólo una educación en la justicia como única virtud que implica el respeto al otro, la transparencia que odia la mentira y la honradez que luce en el paisaje de la legalidad.

«Obra de tal modo, decía B.Russell, que produz­cas deseos armoniosos más bien que discordantes». Aquí está el imperativo que cada uno debe aceptar como norma de vida. Máxima con la que, en ética del diálogo, el ser humano, lejos de esperar el destino, pero sí esperanzado, encuentra un vivir con sentido y, en consecuencia, halla motivo  para su lucha personal. La vida feliz en Teherán o en cualquier lugar, porque el hallazgo del porqué anula el miedo a la muerte. Y entonces sí somos los discípulos de Prometeo que robamos el fuego a los dioses.

Ubaldo  Fernández 

Profesor  de Filosofía 

Seminario de Ética

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