La respuesta está en el viento
Si volvemos la vista a los surcos del tiempo labrados hace más de un cuarto de siglo (1975), se hace presente al sentimiento una canción de Bob Dylan, cuyo título da principio a estas líneas. Y es que el poema nos parece una buena síntesis de lo que fue el siglo y el milenio, que se nos ha escapado recientemente para esperanzamos con una nueva etapa que, desgraciadamente, comienza anclada en la misma mirada con la que acabaron los avatares de fin de siglo.
Ya es la hora, el mediodía, para que el filósofo, lejos de la contemplación y de responder al agua pasada extendiendo sus alas al atardecer, medite denunciando la «prisión al aire libre en que se está convirtiendo el mundo», en palabras de Adorno. Pues ¿con qué argumentos continuaremos hablando de la honradez y la libertad si nos rodeamos de unas cadenas aparentemente justificadas, de un amor que hiere al otro en nombre de la amistad? Así, en la contradicción, hemos navegado a través de dos grandes guerras en nombre de la paz. Y así hasta hoy: caída salvaje de las torres del capital, invasión y muerte obscena de los santos inocentes por parte de los portadores de la moral y su libertad duradera…
Bob Dylan no deja dudas:
«… ¿Cuántas muertes más habrán de tomarse para que se sepa que ya son demasiadas?
«… ¿Cuántos años pueden los pueblos vivir sin conocer la libertad?”
Pero el tema, como no puede ser de otra forma, es el hombre. Aquel lejano proyecto ilustrado que aún no hemos completado; el hombre, sobornado por un prometido nivel de vida, ha perdido la fuerza de la lucha. El gran rechazo como esperanza, que asomó en el mayo del 68, también cedió ante el avance de la ciencia con su inevitable repercusión en la técnica que, como engañoso canto de sirena, nos atrae, nos devora, nos deshumaniza…, y la juventud duerme. Entonces, ¿hasta cuándo? » … ¿Cuántos caminos debe un hombre andar para que le tengamos por hombre?»
«… ¿Cuánto tiempo puede un hombre fingir pretendiendo no ver lo que ve?»
«La respuesta, mi amigo, está sonando en el viento».
Escribía Max Weber, reflexionando sobre la primera gran guerra mundial: «no ha sido vencida Alemania, sino la razón, que es mucho peor». Hoy estamos en semejante situación: cuando cae una víctima del terrorismo o nos informan de cualquier acto violento, está oscureciéndose la razón, pues en su descenso abre las puertas de la brutalidad que todos escondemos. De nuevo la reflexión ética llama a la puerta: ¿para qué unos Derechos Humanos? ¿Qué sentido tiene esa Organización de Naciones Unidas?
El siglo XX ha hecho del hombre un ser culpable. No sólo son culpables los que actúan, sino también el que calla y el que no quiere ver. ¿No guardaron silencio durante años las democracias occidentales e incluso el Vaticano ante el crimen de Auschwithz? Así, un siglo teñido de sangre y razón instrumental que enfrenta al hombre con sus semejantes, parece que hace vergonzosa la protesta de la ética y el discurso pacífico. Todo ha quedado en el tintero. Y el nuevo siglo desvelará nuestro error y tendría que servir de catarsis para dar una nueva respuesta a los problemas venideros y, ante todo, encauzar la razón por su senda humana como antorcha que despeja las tinieblas, igual al pensamiento esperanzador de los hijos de las luces.
Aquí, como ya hemos apuntado en más de una ocasión en esta revista, apostamos por un tiempo, por una época, que inevitablemente se acercará, ya que la historia avanza dialécticamente y a una Edad Media se opone un Renacimiento como una literatura romántica es negada por un realismo que desemboca en crudo naturalismo. Lo que se acerca es un templo que cierra, indiferente, el paso a tanta racionalidad…, sus puertas abiertas de par en par, como los ojos de Ulises, hacia la curiosidad, la vuelta a casa, que no es, ni más ni menos, que la vuelta a la humanidad. Y aquí la filosofía vuelve a su origen: dar cuenta y razón de la naturaleza y de la realidad humana. De este modo, la filosofía se enredará en esa reflexión sobre la profundidad humana del precepto délfico de conocernos y, ante todo, llegar a ser lo que somos obedeciendo a aquel cantor de las olimpiadas, a aquel Píndaro que, entre laureles de los vencedores, también les alababa con lo de «sé el que eres».
De esta manera, los amaneceres de nuestra época tendrán otra tonalidad. Y quién sabe si, de una vez por todas, nos acunamos en una suerte de vida soñada siempre en la que el paraíso lo hacemos descender a nuestro hogar. ¿Qué perdemos por intentarlo? Nada. Sería Eros dando el final a Tánatos, ganaríamos la partida de ajedrez a la muerte como símbolo de la violencia y agresividad. Pero «la respuesta, mi amigo, está sonando en el viento».
Ubaldo Fernández Díaz
Profesor de Filosofía
Seminario de Ética