Fragmento del cuento «Locos en el Ágora»

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De esta manera, sin orden ni concierto, se paseaban los personajes en el teatro imaginario del curioso Blaise. No faltaba nunca la escena de Sócrates bebiendo la cicuta y Jantipa dando gritos de dolor. Platón, con unos amigos, reuniendo dracmas para pagar la fianza y la libertad del maestro que acepta, por obediencia a la ley, la justicia de la época y su condena a muerte. También aparece después la figura de un Aristóteles sexagenario que, muerto su discípulo Alejandro, huye de Atenas para evitar otra condena a muerte de la filosofía. No falta Epicuro con su negación de la muerte y los dioses, Zenón y su estoicismo de resignación… Mas cuando los ojos de Blaise van entornándose y un amago de sueño amenaza con interrumpir la representación en el ágora, Blaise, siempre le ocurre lo mismo, noche tras noche, se despide del personaje Diógenes que vuelve a escena para desearle otros felices sueños fuera de Atenas.

Un Diógenes que ahora muestra su cara más seria. Le comenta al morador de la cama que siempre fue un cosmopolita, que su propiedad es la tinaja donde vive, el bastón de peregrino y el tabardo de estameña. Le comenta que él siempre entra en el teatro ateniense topándose con los que salen, ¿por qué?, le preguntaban,  porque hago lo mismo que en la vida: ir contracorriente, despreciar las normas…, como un perro. Así y todo, Diógenes le confiesa a Blaise que nunca pensó que la vida es un mal, el mal es la mala vida. El era feliz realizando en público tanto los actos de Deméter, necesidad corporal, como los de Afrodita, necesidad sexual. El filósofo cínico va dando fin a la función, Blaise, ya casi preso de Morfeo, contempla con ojos cansados la imagen de aquel que, en pleno día, va con un farol encendido buscando al hombre de verdad entre el gentío del ágora.  […]

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